Por Juani Vaccarezza

Que el domingo no llegue nunca

Que el domingo no llegue nunca

BUENOS AIRES-. Me cuesta entender el por qué. No lo comprendo. Y creánme que me lo vengo preguntando desde el martes a la noche, cuando el 10 argentino firuleteó al defensor croata 15 años menor, y depositó en el botín derecho de Julián Álvarez la posibilidad de volver a jugar una final del mundo. Como todo argentino futbolero, toda mi vida soñé con vivir este día, y sin embargo, hoy no quiero que llegue. Me niego a que el tiempo pase. Me tortura la idea de que el árbitro polaco designado para dirigir esa final, se lleve el silbato a la boca y dé incio al partido. Lo sé. Es irracional desear tanto algo -y por tanto tiempo-, y a la vez, negarlo. No tiene lógica intentar reprimir esa fantasía tan anhelada por un país entero. Y mucho menos cuando está ahí, tan cerca.

Hoy es jueves. Todos entendemos un poco más lo que pasó y podemos pensar mejor. Obviamente ya se nos equilibró el ritmo cardíaco y nos bajó la adrenalina. Tímidamente creo que empiezo a dilucidar y a entender por qué es que no quiero que llegue el domingo. 

Es miedo. Sí, miedo. Pero ojo, no es el miedo a que un jugador francés tome la pelota en la mitad de la cancha y que en poco más de 5 segundos la deposite dentro del arco argentino. Como ya ocurrió en 2018. No es el miedo a que el arquero rival sea figura, a que el VAR se equivoque en perjuicio nuestro o a que ingrese al partido un jugador cuyo apellido nadie jamás había escuchado, y nos emboque faltando 7 minutos para ir a los penales. Como ya ocurrió en 2014. 

Es un miedo desconocido. O mejor dicho, un miedo a lo desconocido. Un miedo a lo que pueda llegar a pasar. Un prejuicio sobre lo que habrá después. “Y ahora qué”, diremos cuando termine ese momento. “Qué pasa ahora”, nos preguntaremos. Tal vez sea un miedo propio de esta generación, de un grupo de argentinos y argentinas que nunca vivenció esa felicidad eterna de la que tanto nos hablaron. Será la virginidad futbolera de los post 90, que tuvimos que conformarnos con lo que YouTube tiene para ofrecernos.

Los que tenemos menos de 30 crecimos escuchando las historias de las corridas de Maradona y de Burru en México, y de los penales de Goyco en Italia. Incluso nos contaron del ruido del Monumental en 1978. Pero ni el más nítido video -les aseguro- puede hacernos sentir lo que estamos viviendo ahora. Este es nuestro propio relato, no nos lo contó nadie. Lo estamos viendo nosotros, y lo está escribiendo una generación de 26 jugadores que, más menos, tienen nuestra edad. Es el presente más perfecto y deseado. Hoy somos felices. 

Y de esa felicidad tan perfecta que hoy sentimos, que es la de poder decir “estamos en la final del mundo”, en nuestra final del mundo, nace un miedo ensordecedor que es el que se nos aparece repentinamente alrededor de 40 veces por día, cuando nos acordamos que el domingo es el partido. ¿Te pasa? ¿Cada 30 minutos te acordás de la final y se te aflojan las patas? Bueno, lamento decirte que no es Mbappé, amigo centennial, es el temor insoportable a que esa felicidad se interrumpa.

Los más grandes, los que sí vivenciaron a Kempes en el Monumental o a Diego en el Azteca, nos dirán que confiemos. Que lo que puede pasar el domingo en el Lusail, va a ser mucho mejor que lo que está pasando ahora. Sabella, desde arriba, nos dirá: “Hay que cruzar el Rubicón”. Pero como no sabemos qué hay detrás del Rubicón, desconfiamos. Preferimos abrazarnos a este momento histórico, y quedarnos a vivir para siempre en esta hermosa semana de diciembre. Queremos quedarnos acá, de este lado, donde la felicidad es todavía tangible.

Nadie sabe lo que va a ocurrir el domingo. Quizás el destino más hijo de puta nos vuelve a entregar la imagen de Messi mirando la copa de reojo y con la medalla de 2° colgando de su cuello. O quizás, quiero creer, el fútbol le tiene reservado al capitán argentino el capítulo más extraordinario e inimaginado que este deporte pueda entregar. No lo sabemos. No lo queremos saber.

Nosotros, los que no vivimos la felicidad eterna, queremos quedarnos acá. No queremos que llegue el domingo.

Por Juani Vaccarezza.

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